Con veintipocos años me ofrecieron trabajar de Técnico Informático en la empresa donde estaba haciendo las prácticas. Acepté y en las primeras semanas estuve conociendo el trabajo y a los clientes de la mano de José Luís, el Técnico Informático que tenía la empresa destinado a hacer visitas.
José Luís era mayor que yo, veintimuchos diría yo. Era larguirucho, con gafas, pelo moreno y corto, de risa breve y con un carácter especial, es decir, era raro. Pero claro, estamos hablando de informáticos y decir «informático raro», seamos sinceros, es algo redundante.
Como eran mis primeros días, siempre iba acompañando a José Luís a menos que hubiera algo urgente en la oficina y tuviera que quedarme. Uno de esos días mi compi tuvo que ir a la vivienda particular del dueño de una gestoría que llevaba mucho tiempo de cliente. A partir de ahora me referiré a él como García.
Aunque el ir a solucionar problemas de ámbito personal, no figuraban en el contrato, era algo que se hacía en ocasiones. Aunque se facturara y se cobrara como si de una visita a la gestoría se tratara, nunca nos gustó hacerlo, porque este tipo de visitas podrían ocasionar algún tipo de problema, y así sucedió ese día.
Al día siguiente, mi gerente recibió una llamada de García. Más tarde se reunió conmigo y me dijo que tenía que ir a la vivienda del susodicho a solucionar el problema que tenía en uno de sus ordenadores personales, y que iba a ir solo, sin José Luís. Pero eso no era lo importante, lo importante era que debía de ir con pies de plomo porque García se había quejado de mi compañero.
¿Qué habría hecho el bueno de José Luís? ¿No había sido capaz de solucionar el problema? ¿Habría metido la pata y perdido información? Eso es lo peor que le puede pasar a un informático, perder información. Pero no, no fue eso. Según García, durante la visita técnica a su casa, José Luís coincidió con su hija y su comportamiento fue totalmente inadecuado ya que no paró de lanzar miradas lujuriosas sobre ella.
Siempre me había parecido que José Luís se parecía físicamente al actor José Sacristán y mientras escuchaba esto, me imaginaba a José Luís lanzando miradas libidinosas a la hija de García como si de una sueca en una película de destape se tratara. ¿Se parecería García a José Sazatornil? Hubiera sido la bomba…
José Luís no paraba de negarlo, nos juraba una y otra vez que él no hizo nada de eso y que su comportamiento fue ejemplar. Estaba preocupado e indignado al mismo tiempo.
Mientras me dirigía a casa de García, la única cosa que me preocupaba era el hacer bien mi trabajo, en solucionar de la manera más eficiente el problema que hubiera. Llevaba unas pocas semanas en plantilla y esto iba a ser toda una prueba. Toda la oficina estaba al corriente de la situación y yo estaba en el foco.
Salió a abrirme la puerta una anciana, supuse que la abuela de la familia, la cuál me comunicó que García no estaba (una lástima el no saber si García tenía algún parecido con Sazatornil), pero que la había indicado que, cuando yo llegara, me guiara al ordenador que estaba dando problemas. Y eso hizo la buena mujer, fuimos despacito hasta una de las puertas que daban al pasillo y sin llamar ni nada, la abrió y entramos.
Y allí estaba ella, una chica muy morena, guapísima, en ropa interior de encaje color carne, braga tipo culotte transparente, sentada en una silla con las piernas abiertas y apoyadas sobre el escritorio donde residía el monitor y con el teclado en su regazo.
Han pasado más de 20 años y aún tengo la imagen en la retina.
En ese momento pensé que se moriría de vergüenza, que se taparía con algo y que se enfadaría con su abuela por haber entrado sin avisar. O que la abuela al ver cómo estaba su nieta la pondría una rebequita por encima y me invitaría a salir de la habitación… Pero no, para nada. Lo que sucedió fué que, con toda la naturalidad del mundo, la niña de 18 añitos dejó el teclado encima del escritorio, se incorporó y empezó a contarme en qué consistía el problema del PC.
Yo no sabía dónde mirar.
Para resolver la incidencia necesitaba abrir el ordenador, el cual estaba en el suelo, debajo del escritorio. Mientras me agachaba y empezaba a manipular la caja, la abuela se fue para nunca más volver y la Lolita morena se volvió a sentar a mi lado, conmigo a sus piés.
Durante el tiempo que estuve a sus piés me contó que cursaba primero de Derecho y alguna cosa más que no logro recordar, ya que mi máxima preocupación en ese momento era arreglar el ordenador y no girar la cabeza.
Arreglé el ordenador y me despedí a toda prisa.
De regreso a la oficina aún seguía alucinado por lo que acababa de vivir. ¿El comportamiento de esa chiquilla era fruto de la inocencia? ¿O me había encontrado con una de las ninfas de Nabokov?
Cuando me dispuse a contar mi historia se arremolinaron a mi alrededor todos los programadores, el gerente y el bueno de José Luís. Las risas y los comentarios de asombro inundaron la oficina. Todos rieron o al menos esbozaron una sonrisa menos José Luís, que apenas dijo palabra.
Todavía hoy en día tengo la duda de si José Luís reaccionó así porque estaba indignado o porque se perdió ese maravilloso espectáculo de lencería adolescente.
Y tampoco me perdonaré el haber hecho tan bien mi trabajo que ya no me volvieron a llamar para arreglar ese ordenador. Aunque creo que hubiera habido ostias en la oficina por ver quién iba.